11.18.2005

013

Jorge Marín Hernández se preguntó cuánto tiempo más duraría sin escribir. No sabía cómo continuar. Pensó que el el ejercicio de la escritura se había visto interrumpido por el poco tiempo que le quedaba después del trabajo. Sabía que era una excusa, que había guardado cuidadosamente su texto años atrás en las cajas del garage y que dejó que el trajín diario de buscar un dollar más lo envolviera lentamente. Había caído en la trampa de creer que después podría concretar sus palabras. Sin embargo, ese mágico tiempo cuando el pago de la casa, los problemas del trabajo y con su esposa no lo asfixiaran no llegaba. Los días se habían multiplicado imperceptiblemente y ahora reconocia despues de muchos años que si no empezaba pronto, no lo haría jamás. Habría sido fácil juntar todas las páginas de su narración y quemarlas una noche cualquiera en el patio o en la chimenea. Tendría además que destruir los diskettes y borrar las copias del disco duro, lo cual no era más que un par de clicks de mouse. Se tendría que imaginar que él que escribío sus páginas era otro, otro que ya no podría estar aquí, que se había ido lejos, avergonzado de no poder terminar, que era un mal recuerdo que solamente regresaba en las madrugadas, cuando no me queda más que reconocer que erré el camino, que estar aquí, del lado del monstruo, con casita propia y en oficina con trabajo fácil y casi cuarenton, y sin texto pero con dinero en el banco no es más que una forma más de evadir mis fantasmas, de no saldar mis cuentas. Hacía días que meditaba en medio de las horas absurdas de oficina que hacía en ese lugar y en ese momento. Se preguntaba si tendría la fuerza de sentarse con sus discos compactos y con un trago de escocés frente a la computadora, de mirar la pantalla en blanco y teclear; si podría leer su texto y continuar la vieja conversación que había abortado años atrás.

Llegó temprano a casa y después de comer y de ver una pelea de box en la tele, se levantó de la cama. Eran las casi las once de la noche. Estaba cansado. Abrió sus ojos con fuerza y decidió que este viernes nublado y llluvioso no era ni mejor ni peor que otro día para sentarse en frente de la computadora y en lugar de perder el tiempo leyendo páginas web en la Internet, o de jugar partidas de ajedrez por correo electrónico, lo mejor era de una vez por todas terminar su texto.

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