8.26.2005

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“Preferiría tu sonrisa a toda la verdad.”
Fito Paez

Jorge Marín Hernández había guardado el secreto por mucho tiempo y quería hablar. Era necesario sacar conclusiones del caso P. Quizá fue el vacío que dejó el silencio, el no encontrar más sus mensajes en el computador, a cualquier hora del día o de la noche. Tal vez fue el hecho que P. se convirtió en otro fracaso, en otra búsqueda infructuosa, en más silencio. Incluso podría ser que Jorge Marín Hernández comenzaba a sospechar que se había equivocado, que no supo como manejar la situación. Todas estas hipótesis de trabajo eran insuficientes para calmar la ansiedad que le provocaba a Jorge Marín Hernández el no haber escrito sobre P. Lo cierto es que se había negado a escribir porque tenía miedo que otros descubrieran su secreto, sobre todo, su compañera y sus amigos en CR. ¿Cómo explicar a los demás que se había enamorado de una desconocida por los mensajes que le había escrito? Sin embargo, como podría haber sabido en aquel momento que la chica antipática que escribía de las papas fritas en el foro de correo electrónico de la revista Pandora iba ser la misma con la que se iba a reunir en DF un miércoles de viento y lluvia.

Todo empezó a finales de 97. En una de esas noches interminables de viernes en que solía recorrer el árido espacio cibernético en busca de noticias sobre esa patria que había dejado atrás hace muchos años, esa patria a la cual no podía renunciar. Ahora, pensaba, tal vez se haría más fácil mantener contacto con los amigos y con la familia por medio de Internet. Le hacía falta hablar con los suyos, con los que entendían sus dichos, con los que le podrían contarle que había pasado con el calvo José o con Alonso.

Habían pasado cuatro años desde aquel miércoles en que reconoció los ojos verdes de P en los pasillos del aeropuerto de la ciudad de México. Su voz era como la recordaba años atrás cuando la conoció en Chelles. El nunca le dijo que antes de aceptar el reto del ajedrez verbal, él sospechaba que era la misma chica de ademanes violentos que escondían una dulce mirada de otoño.

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El tiempo había pasado y P nunca oyó que Jorge Marín Hernández la quiso, que nunca la dejó de querer, y que esperó vanamente ese mensaje que nunca llegó. Cómo te podría decir que te quise, ahora que ya no importa que lo sepas, ahora que el tiempo nos dejo alejados, en dos lugares donde la naturaleza nos castiga con la misma lluvia eterna. Ay P, todavía recuerdo

8.25.2005

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JMH tuvo que ceder ante el ataque incesante del otro. Jorge Marín Hernández no se iba a quedar callado. Quería que JMH le revelara su destino. No quería quedarse sin definición, a media página. Quizá la insistencia se había hecho mayor porque JMH se estaba haciendo viejo y no escribía nada. Se comportaba como áquel que leía los secretos de las manchas del jaguar y afirmaba que no entendía nada. Más que contar una historia, que dejar un mensaje, a JMH le importaba más el proceso de escribir, de inscribir esos relatos en un tiempo específico donde muchos, sino todos, habían perdido las ganas de luchar. Además de contar esas historias de Andrea Lopez Zamora y de la chica P, no quería que otros lo consideraran cómplice de su tiempo, incapaz de vencer sus circunstancias. Si hubiera naciedo diez años antes, es posible que, al igual que Alonso, habría podido decir que estuvo allí peleando en Nicaragua contra el ejercito somocista. Diez años después lo habían sentenciado a la caída del muro de Berlin, a las faciles gritos de victoria de los gringos y de los infelices miembros del movimiento costa rica libre y de los que creían que con privatizar las empresas estatales la situación nacional iba a mejorar.

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Decir que había trabajado en su relato por muchos años era en verdad exagerar. La verdad era otra, siempre es otra. En primer lugar, fueron las horas de trabajo que no le permitían escribir en la madrugada, cuando podía sentarse frente a la computadora sin el temor de que sonara el teléfono y que lo desconcentraran, de que su mujer le pidiera ayuda con alguna tarea doméstica, y de tener que sacar al gato al patio para que éste hiciera sus cosas. Le gustaba sentarse frente a la pantalla blanca, prender lentamente unos más de los númerosos cigarrillos que fumaría durante la noche, saborear el recio sabor del escocés de doce años que no le podía faltar antes de empezar la pelea, antes de rascarse vigorosamente el pelo y la barba para buscar el enganche, el ritmo que guiaría sus palabras. Porque nunca fui de los que pueden elaborar una frase sin sentir las palpitaciones de sus palabras, la alegría de los verbos, la fugaz complicidad que hay entre adjetivos y conjunciones. No, la escritura era más que comunicarse, que entrelazar varias palabras concordantes, que acordarse del orden de la oración, de limar metódicamente metáforas y metonimías, de buscar la aprobación del lector. No, la escritura era un ejercicio solitario, era encender la máquina de su imaginación, era atrever a decir lo que callaba por buenos modales o por no buscarse problemas, por no mojarse los pies en el agua picada de la vida, era decir su verdad a su manera desenfrenada y caóticamente a última hora y en el momento menos conveniente.

En segundo lugar, había dejado de creer en el dios de las palabras. Su relato necesitaba la textura de los árboles en primavera, y el olor de los aguaceros en invierno, el dulce sudor que nos cubre cuando los cuerpos se encuentran. Sus palabras le parecían falsas, prestadas, mutiladas. Quizá ese era el problema de no haber terminado antes su relato, de no fijarse en como impreceptiblemente pasan los meses y te salen canas en la barba, de no ser el mismo que empezó la historia de Jorge. Se le hacía decididamente más difícil encontrar el enganche. Sentía, al igual que Jorge, como lirios palidejos y márchitos se deslizaban lentamente a través de su cuello y cortaban poco a poco su respiración. Entonces, veía a su alrededor y no sabía si abandonar este embuste de las palabras, de gritar hasta no poder más, de contentarse tomando fotos, de ser felíz estando en la cocina en busca de sabores nuevos, para él, claro está, de imaginarse cómo armonizarían una salsa demi-glace con un poco de salsa hoisin, sobre un lomito blue con hongos shiitake, de descubrir por vez primera la textura, casi de chicharrón, de una pechuga de pato frita cocinada a término medio, solamente adobada con sal de mar y pimienta blanca, de sentir el agradecimiento de los que venían a comer a su casa, y querían aprender como instintivamente iba añadiendo la cebolla, el chile duce, el ajo, el arroz perla, los muslos, el chorizo, las almejas y los mejillones, sin medir nada, oliendo no más, sabiendo si le hacía falta sal o pimienta, antes de añadir el azafrán con el vino blanco y el caldo de pollo para hacer su paella, antes de preguntarle a su mujer que probara el caldo. Sin embargo, este también era otro embuste porque era un cambio que siempre a altas horas de la noche, cuando esos ruidos imperceptibles nos sobresaltan, dejaba patente la ausencia de las malditas palabras. Le parecía imposible vivir sin terminar su historia, atragantado de lirios, de sospechas, y de silencios. Porque abandonar el relato era porque era como cambiar su nombre y sus dos apellidos, porque quería escribir, tomar fotos, cocinar e irse de parranda con sus amigos.

Sin embargo, reconocía que la logística de terminar la historia de otro, ¿el mismo?, empezó era casi imposible a estas alturas de su vida. Ya no se acordaba claramente qué quería probar escribiendo historias que desde adolescente lo habían perseguido. Era reconstruir el rompecabezas de cartas, capitulos sueltos, y cientos de poemas que yacían pulcramente sepultados en varios diskettes en diversos formatos, con distintas voces. No sabía si era mejor dejar que la máquina se prendiera sin su ayuda, tal como Jorge lo dispuso años atrás, e interpretar solamente los signos del camino, que cada una de las partes se acoplaran de la mejor manera, que el colibrí siempre encuentra la flor. Era desempolvar palabras, investigar razones, líneas de fuga y de encuentro. Era despojarse de todo áquello que no nos sirve ya para ser capaz de continuar el viaje sin maletas innecesarias.

8.23.2005

Foto del martes

Regresaba a casa esta tarde del trabajo y me gustó la manera en que caía el agua.

8.12.2005

¿Hace cuánto dejé de ser yo?

Camino entre ojos desconocidos
Cansado y sediento
Sin más camisa que la del silencio.

Solo y sin nombre respiro.

Habría que romper el viejo pacto
con los sucios espejos de la costumbre.

Habría que quemar las ropas viejas
del mi asfixiante conformismo

Habría que quebrar todas las ventanas
y tirar abajo las paredes
de mi vieja celda

Talvez recobraría así la voz escondida

8.05.2005

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This ain’t reallly life, really life
nothin’ but a movie
Gil Scott-Heron

Una película repetida con los mismos actores y con las mismas ordenes de escena del director. Sin salida y sin remedio. Envueltos en las comodas sabanas del miedo y de la costumbre. En busca de un orden suicida. Sin imaginación y sin pasión. Nada cambia excepto el nombre y la edad. Se prohibe transgredir. Se prohibe amar. Se prohibe cambiar. Cuba, Chile, y Nicaragua experimentos para olvidar. Ame sobre todas las cosas la libre competencia y la propiedad privada. Desee cosas muertas, compre y posea serán los mandamientos de tu religión. No hay nada que escoger ya que los mayores lo hicieron por usted. Sin dudas así el mundo te será más fácil.

J me vio directamente a los ojos y me preguntó adonde había guardado su revolver. Me tuve que reir porque el bien sabía que estaba a la par de la cama, en la de mesa de noche y me lo preguntaba como para cerciorarse que este día también no iba a tener la fuerza para no seguir.

Concrete señor, a qué se refiere, de ejemplos específicos. ¿Cómo era que decía R, tu profesor? ¿Que los personajes de C tienen una cierta especificidad individual que manifiestan su universalidad? De acuerdo, viejo. Comencemos así.

Canto alegre este huapango
porque la vida se acaba
y no quiero morir soñando
ay como muere la cigarra
La vida la vida es...
Camarón

Darlo absolutamente todo y quedarse sin nada. Sin esperar recompensa en esta u otra vida. Más allá del alivio que da el escribir y el cante no hay nada que valga la pena. Viejo, no es algo que se pueda cuantificar en este tiempo neoliberal. Es darse sin pedir nada a cambio. ¿Entendés? Quizá el último acto posible en este tiempo en que todo se puede comprar y se puede vender.
Continuará

8.01.2005

¿Qué harás si se te acaba el tiempo?

Si mañana no puedes respirar.
Si lo que esperabas no llegó.
Si lo que llegó no era lo que esperabas.

Si entre la arena del tiempo, no se pueden distinguir tus huellas
Si ya cansado de huir de sombras y gemidos,
Te das cuenta que ya el reloj no marca más tu tiempo.

¿Qué harás con los momentos preñados de dudas?

¿Podrás acaso verte en el espejo una vez más?

Acaso recordaras lo que querías decir.
Acaso tendrás tiempo de decir lo que no querías recordar.

¿Será tu silencio y una cuenta de banco sin dueño la herencia?

¿Qué harás con las narcotizantes horas de oficina,
Con los minutos desperdiciados en reuniones de trabajo,
Con los segundos contados para tomar el autobús?

Esas caricias y esas confesiones
Esas sospechas y esas mañanitas tibias de alegría
Congeladas en el hielo de tus miedos.
¿Serán una deuda más que no pudiste saldar?

¿Acaso permitiste que los ritmos secretos de las palabras se te escaparan,
Y que las páginas blancas queden preñadas con tu silencio?

¿Qué harás si te acaba el tiempo?